¿Y si…?
¿Cuántas veces comenzar con esta incertidumbre –y su zancadilla correspondiente-, nos frena a la hora de tomar una decisión?
Porque, generalmente, sólo la usamos cuando intuimos algo negativo oculto, y pre-juzgando ya desde un punto de vista pesimista, en lo que nos vamos a plantear.
¿Y si…? –presuponemos al estar pensando en algo- pues… Ya está!, ¡Ya vamos un poco mal!
Si encontramos un “Y si…” es que creemos que ya hemos descubierto la trampa que no siempre es cierta, lo que el negativismo más recalcitrante quiere hacernos ver, la única posibilidad entre mil millones, la excusa perfecta para aplazar una decisión o para tomar otra, generalmente más timorata, que quizás no sea la adecuada.
Pero… ¿Y si… en cambio, tras la respuesta más arriesgada, o la que nos sugiere la intuición, está la correcta?
Sólo existe una forma de averiguarlo: arriesgándose.
¿Y si… aceptamos que no somos perfectos, que no podemos acertar siempre, que jamás sabremos si lo que aparenta ser “malo” a la larga resulta ser lo mejor?
Puedo garantizar, por experiencia propia y por sucesos que me han confiado, que casi todo lo que es incomprensible e inaceptable en un principio, acaba demostrando que era lo mejor que nos podía haber sucedido.
Pero, claro, esto requiere una fe o confianza en que “Alguien” se ocupa de nosotros; “Alguien” que nos quiere y nos cuida, aunque a veces deja que metamos el dedo en el enchufe –porque no es grave ni mortal-, para que sepamos lo que se siente.
Hay otros casos en los que también se usa “Y si…” al comenzar algunos pensamientos, y es tan dañino como el caso opuesto, y es cuando uno deja volar su imaginación de cosas imposibles tras “Y si…”
¿Y si… viene un Príncipe Azul a pedir mi mano?
¿Y si… me ofrecieran el mejor trabajo del mundo?
¿Y si… me quedo quieto esperando que aparezca mi Ángel de la Guarda a resolver mi vida?
Tras todas esas fantasías no hay nada positivo.
La esperanza nos engaña.
La ilusión nos miente.
Es mejor aceptar la crudeza de la realidad, y las posibilidades viables, que la mentira de la utopía.
Es mejor no plantearse las dudas con un condicionante que, como su propio nombre indica, va a condicionar la respuesta a una serie de circunstancias o acasos que quizás jamás se produzcan.
Hay que evaluar las cosas sin prejuicios, con serenidad y ecuanimidad, del modo más inafectado posible, sin miedo, con amor y sensatez; incluso recurrir a pedir opinión o consejo –nunca pedir la solución directa, que ha de ser una decisión propia- a alguien cuyo criterio nos merezca confianza.
Porque “Y si…” va cargado de miedos, más que de prudencia.
Conviene deshacerse en cuanto sea posible de este modo de cuestionar las cosas y hacerlo de un modo más directo, y más positivo, desde la aceptación de que aunque el resultado no sea el esperado no habrá auto-reproches, y desde la convicción de que todo es una nueva experiencia que algo aportará.
Uno es responsable de su vida, pero responsable de hacerlo del mejor modo posible de acuerdo a sus posibilidades y circunstancias, no de ser perfecto ni impecable, y no de ser el mejor ni de acertar siempre.