¿HAY QUE PERDONAR SIEMPRE Y TODO?
Es muy posible que alguna vez te hayas hecho esta pregunta.
También es posible que la hayas hecho sin palabras, para que nadie se pudiera llegar a enterar de que has sido capaz de planteártela.
No quieres que nadie lo sepa porque estás faltando a la caridad y bondad, que suponemos que es innata y obligatoria, en la que se piensa –tal vez equivocadamente- que hay que perdonarlo todo y siempre.
Los cristianos, además, tienen que poner la otra mejilla. Lo que pasa es que algunas veces no apetece. Algunas veces uno se rebela contra esta sugerencia-mandato porque no tiene ninguna gracia. Bastante es aguantar la primera como para tener que ofrecerse voluntario para que vuelvan a dar de nuevo.
Todos nos hemos escuchado decir alguna vez, a la vista de casos de extrema violencia, de guerras, de violaciones, o de abusos infantiles: “Esto es imperdonable”, o “Eso no tiene perdón de Dios”.
Así es. Hay muchas cosas que son imperdonables. Que no se pueden aceptar, que no tienen excusa, que no encuentran justificación, que no se pueden concebir en una mente sana.
Y si es así… ¿Por qué hay que perdonarlas?
Es que no perdonar crea un cargo de conciencia porque se supone que hay que comportarse como almas generosas, magnánimas, siempre predispuestas al perdón, y, si no se perdona, uno se cuestiona si realmente es tan bueno como supone, y si perdona uno se cuestiona si eso es ser tonto y no bueno.
Si no se perdona de corazón, de verdad, desde dentro –porque se ha comprendido al agresor o sus motivaciones- no sirve de nada. Se queda en una frase de compromiso que lleva escondida en alguna parte una negación a lo que se dice que se ha perdonado.
¿Tiene derecho el Ser Humano que así lo sienta a no perdonar sin que ello le provoque auto-reproches?
Y no me refiero a si se puede quedar sin perdonar una cosa porque se esté actuando desde el ego herido, desde el orgullo malo, desde la reacción despechada, o desde el rencor más justificado, sino visto serena y ecuánimemente, reflexionado sin acritud ni buscando la venganza.
El dilema moral que provoca el no perdonar hace cuestionarse muchas cosas, y es difícil llegar a un acuerdo conmigo mismo en cuanto a qué hacer, porque si una parte es capaz de justificar su negativa a perdonar –por respeto a la propia dignidad y no por orgullo-, siempre aparece esa conciencia religiosa que recalca que hay que perdonar, o se manifiesta una indulgencia cristiana, y una moral que se debate entre seguir unos principios instaurados o ser fiel al deseo que uno siente justo de no perdonar.
El modelo exotérico promulga el perdón de un modo beatífico – ya que somos pequeñas sucursales de un Dios generoso y perdonador profesional-, mientras que en nuestro interior bulle efervescente el deseo de aplicar la Ley de Talión: “Ojo por ojo y diente por diente”. Y si puede ser, multiplicado.
Vuelve el debate interior cuando uno se pregunta: ¿A quién de hacer caso y contentar?, ¿A mí, o a una conciencia que tal vez no es “mi” conciencia sino una impuesta? , ¿Acaso no es lo justo pagar con la misma moneda?
El perdón se basa en la comprensión de que el otro ha podido actuar de un modo inconsciente y sin maldad –aunque en algunos casos queda fuera de toda duda la mala intención-, o que haya podido obrar de ese modo por error, o porque es la víctima de una mala educación, o porque sus circunstancias personales son difíciles…
Pero… a mí… ¿Quién me va a resarcir del mal o del dolor soportado?, ¿Por qué el otro puede hacerme mal o provocarme dolor y yo no puedo hacerlo?, ¿Dónde está la justicia?
El debate interno se convierte en lacerante, y uno quisiera tener la claridad suficiente como para no verse inmerso en él y poder tomar la decisión que considera apropiada sin que ello le lleve a una discusión interna en la que dos opuestos aportan sus razones y, además, uno de ellos, el que defiende que hay que ser bueno está muy predispuesto a claudicar.
La primera vez que me planteé seriamente si hay que perdonarlo todo y siempre fue a raíz de escuchar la historia de una querida amiga que en su infancia había sufrido abusos por parte de su padre y con el conocimiento y consentimiento de su madre.
A ella le inquietaba que, a pesar de estar inmersa en la búsqueda espiritual y en el crecimiento personal, no era capaz de encontrar justificaciones para aquellos actos, y que si se repetía los argumentos que el esoterismo o la psicología ofrecen para otros casos, le parecía que estaban bien para otras personas, pero que, en su caso, una sed de justicia –que no de venganza- exigía un castigo ejemplarizante, un dolor equivalente para su padre –que en realidad ya había fallecido-, y ante la imposibilidad de decirle a la cara –ahora que ya no es aquella niña indefensa- cuánto daño le ha hecho, cómo a sus 54 años no puede dejar de pensar ni un solo día en lo que le hizo, cómo le ha destrozado la vida, de qué manera le ha afectado a su relación con los hombres y con el sexo, siente y sabe que le cuesta cerrar la herida porque al forzarse a decir “te perdono” sólo le sale la frase sin el sentimiento, y si trata de comprender a su padre y qué le llevó a aquello, se queda en el insulto que le sale de las entrañas, y sujeta sus manos que quisieran escapar a estrangularle, a descargar la rabia acumulada y el dolor malamente aplacado.
Entonces emerge del fondo una vocecita tenue, titubeante, que le habla de perdonar –y se enzarza con otra voz que defiende que no tiene perdón y que no quiere perdonar-, le habla de comprender –y la voz que la auto-defiende se niega a comprender porque aquello que le hizo es del todo incomprensible-, y si la vocecita le habla de que son experiencias por las que hay que pasar en la vida, manda a la mierda esas experiencias – en su opinión innecesarias, injustificables, y dolorosas-, y cuando la voz que la defiende reclama su derecho a justicia, aparece otra voz que vuelve con el tema de comprender y aceptar, como si no quedara otra opción.
En asuntos de perdón no puede haber una imposición, porque el perdón sin verdad es sólo una palabra carente de entidad y de efecto. Decir “perdono” no perdona, como decir “fuego” no quema.
Ni perdonar es un asunto de razonar: es algo que le compete al corazón y no a la mente.
Si no se siente el deseo de perdonar habrá que esperar a otro momento, cuando los sentimientos empiecen a sentir de otro modo distinto, en algunos casos porque el paso del tiempo haga su labor paciente de limar las aristas, en otros casos porque el olvido se vaya llevando poco a poco lo que se tiene asociado a aquellos hechos, en otros casos porque uno puede llegar a comprender, desde dentro, una realidad: que si la víctima hubiera estado en el lugar del agresor, y hubiera sido como él, y hubiera vivido sus mismas circunstancias personales, y hubiera tenido su misma educación y se hubiera criado en el mismo ambiente, hubiera hecho exactamente lo mismo.
No trato de justificar, pero en muchas ocasiones el agresor es más bien una víctima de sus propias circunstancias.
¿Hay que perdonar siempre y todo?
La conciencia de cada uno, su situación personal, su capacidad de comprender que todo lo que pasa en la vida forma parte de un proceso que no siempre es comprensible, su fe, o el potencial de amor incondicional que sea capaz de sentir, harán que el debate se resuelva o se alargue indefinidamente.
Es un asunto muy personal, y uno tiene que decidir por sí mismo, y no por lo que le digan los demás, cuál es su criterio y su deseo. Y, mientras que crea firmemente en algo, respetarlo y respetarse.
Te dejo con tus reflexiones…