“DE NIÑA A MUJER”
Marcela Paz
“Tendrás mucha Paz”, fue lo que me dijo una tarotista hace 7 años atrás, lo cual resultó ser profético. En ese entonces no lo creía posible aunque tenía una vida normal, pareja, un hijo, trabajo, todo lo socialmente establecido para ser feliz, pero en mi interior experimentaba una eterna desazón, con un profundo cansancio y sentía mucho miedo. Mi mente se perdía navegando en una dimensión paralela repleta de carencias y conflictos, mi cuerpo se defendía en todo momento de peligros reales e imaginarios, estaba tensa, adolorida, asustada, sin fuerzas ni ganas para celebrar la vida. Percibía la vida como un camino difícil de recorrer, no había dicha ni placer en nada de lo que hacía y sentía. Y nada de eso era visible a los ojos del mundo. Trabajé en diversos oficios, teniendo la facilidad para realizarlos con perfección, pero elegía lugares en que explotaban a la gente, a cargo de jefes déspotas y distantes, con horarios extensos, mal pagados, con compañeros envidiosos, traicioneros y chismosos. Hoy entiendo que era un reflejo de mi interior.
Necesitaba ayuda profesional para entender por qué mi cuerpo no tenía energía para sostenerse, y saber la causa por la que me esquivaba la felicidad que solo veía en los demás y en los spots de la tv. Accedí a varios de los mejores especialistas en el área de la salud sicológica y mental que me recomendaban conocidos, quienes resaltaban sus extraordinarias capacidades diciendo que eran expertos en estas materias. Conocí a varios de los distinguidos médicos, escuché sus palabras y probé sus fármacos, pero seguía confundida, enferma y exhausta. Mi dolor no cedía ni un centímetro y me intoxicaba a diario con puñados de drogas para subir el ánimo sin lograr sus efectos e ingería cada noche dosis de somníferos en cantidades que botarían a un elefante, dejándome cada vez más inhabilitada, ausente y ahondando mí desgracia. A pesar de no haber cambios, insistí en seguir sus indicaciones por algunos años. Por ese entonces, las cosas estaban muy revueltas en mi interior y los pronósticos de los entendidos eran lapidarios: es depresión endógena, tu madre la tiene y tienes que aprender a vivir con esta enfermedad. Pero algo no me hacía creer en ese diagnóstico, y ya harta de esta existencia, me pregunté por primera vez cual era la causa de tanta penuria en mi vida. La fundamental pregunta tuvo una pronta respuesta que vino en un sueño, permitiéndome retomar el tema que despertó tempranamente mi pasión y al que le he dedicado muchas horas de estudio: la razón de la existencia y de que material verdaderamente estamos hechos los humanos. Desistí de los procedimientos del hombre al darme cuenta que la medicina y el raciocinio de los médicos poco y nada sabían de lo que necesitaba mi cuerpo y mi espíritu.
El inicio del cambio fue una noche en que el sueño era liviano, inesperadamente me transporte por un tubo a los 4 años de edad, las imágenes eran borrosas, sin embargo las sensaciones eran contundentes. Respiraba a través de mi pequeño cuerpo, mis brazos extendidos tocaban el aire, daba pasos buscando un apoyo sin sentir la presencia de nadie ni lograr tocar algo sólido, en ese instante experimente una profunda desolación y pude ver la causa de mi desamparo. Intuitivamente se me reveló la razón por la cual tenía el alma extraviada: cargaba una infancia inconclusa, repleta de abandono, violencia, humillaciones y desamor, en la cual se gestaron verdaderos demonios que me herían a diario, dejándome al borde de la locura con heridas supurando sin posibilidad de sanar.
En el tiempo en que fui niña, década de los 70, no se sospechaba que los niños necesitaban ser sostenidos en la inocencia con juegos y caricias para formar el carácter, el temple y la autoestima. Mi hogar, constituido por mis padres y un hermano, era un permanente frente de batalla, un lugar de peleas, insultos, soledad y desencuentros. A quien más recuerdo es a mi madre, una mujer frustrada, depresiva e iracunda, quien era una especie de arpía que nos perseguía por toda la casa, siendo capaz de sacar de sus casillas a un maestro zen. Mamá me estimulada con constantes descalificaciones, groserías y humillaciones, tampoco perdía ocasión de hacerle escándalos a mi padre por el motivo que fuera, razón suficiente para que este se ausentara casi completamente de casa, arrancando de esa pesadilla diaria de peleas donde tenía todas las de perder, dejándonos a mi hermano y a mí en el más profundo desamparo y abandono, en manos de quien no tenía ni las ganas ni la paciencia para criar niños.
Esa etapa de mi vida se quedó impregnada en mi cuerpo como un mal presentimiento, no escatimé las consecuencias de lo vivido en esa época porque en la inocencia de los inicios todo transcurre intensamente, en tiempo presente. Aún en ese escenario, existía una confianza ciega en el proceso de la vida, no distinguía las razones que motivaban a los demás en su actuar, no analizaba las causas, mucho menos las consecuencias de los hechos. En mi caso, aprendí tempranamente que solo podía obedecer sin pensar. Cuando me atrevía a hablar, mis ingenuas ideas de la vida eran tomadas por estupideces, mis palabras eran pulverizadas con un grito silenciador, y todos mis actos castigados. Como medida de protección para no seguir trasgrediendo mi intimidad, me mimetice con los muebles y las paredes del lugar, silencié mi voz, actuando siempre alerta y solicita para no despertar la furia que yacía latente cerca de mí, como una fiera oculta en las sombras pronta a atacar. Ya conocía la violencia y era inútil razonar con ella, solo podía intentar engañarla para sobrevivir.
Desde la capacidad de mis escasos sentidos, desde esa época mi mente fue creando atajos que me hablaban de la realidad, rellenaba los espacios vacíos del actual momento con lo que ya había conocido anteriormente. Aprendí a suponer sobre las personas, los objetos, y de todo cuanto me rodeaba, encarcelándolos en una referencia del recuerdo. Recuerdos que vivían en mí como una angustia que no me dejaba a sol ni a sombra.
Con este destino marcado por la energía de mis ancestros, mi vida estaba condenada al fracaso, mi mente al desquicio y mi cuerpo a la enfermedad. Considerando esas posibilidades en mí, pude dar un paso atrás y examinar el guión que se venía repitiendo en el linaje de mi familia. Lo único que sabía era que estaba demente, tan demente como todos ellos, y esa despiadada lucidez me permitió considerar otras posibilidades para recorrer.
Al salir de la casa de mis padres tapé el asunto del maltrato con un manto de olvido, pero tenía la sensación constante de estar rodeada de sombras, perseguida siempre por malos recuerdos e incómodas sensaciones que se refrescaban con lo que el mundo más sabe ofrecer: esa obsesiva búsqueda de la peor perversión, traición y dolor. Lo más mórbido de nuestra raza está constantemente promulgada por los medios masivos de información escritos y visuales, impregnándola siempre de infamia, tristeza y horror, para deleite de los consumidores de estas escenas, siendo ésta la prueba fehaciente de la conciencia inexplorada y dormida.
Experimentaba una doble vida, por naturaleza soy amable, confiada, generosa y mis anhelos más profundos hablaban de amor al prójimo y paz, lo que contrastaba con lo que veía reproducirse en mi vida y en la vida de muchos de los que me rodeaban causándome una profunda desesperanza.
Con la imperiosa necesidad de respirar aire fresco, busqué solucionar mi embrollo utilizando medios no convencionales, introduciéndome en un mundo de energías al que solo había conocido en textos de metafísica. Estaba expectante de iniciar mis pasos en él y conocer en carne y hueso a los escritores y maestros de textos repletos de sabiduría y amor. Me faltaba mucho por ver, experimentar y aprender.
En este invisible y mágico territorio se venden beneficios intangibles para la salud del cuerpo, mente y espíritu, mi ingenua idea de la realidad me decía que al ser de energías de sanación, necesariamente tenían que ser energías de amor y quienes lo promulgaban, seres excepcionales. No fui capaz de vislumbrar la codicia y el ego en esta inexplorada región. Con el tiempo me di cuenta que de todo hay en todos los ámbitos de la sociedad. Comencé asistiendo a rituales de magia que se realizaban de acuerdo a la fase lunar. Consulté milenarios oráculos, naipes de tarot y simbólicas runas, me sometí a sesiones de acupuntura, hipnosis, reiki y esencias de flores. Y con un mapa de las dimensiones exactas de mi departamento, me entregaron un informe con las energías del lugar y lo ordené de acuerdo a los preceptos que ordena el Feng Shui. Buscaba y me daba cita con seres que decían transferir fluidos síquicos con sus manos y sanar lo que sea con sus poderes sobrenaturales y elixires de plantas alucinógenas, sin dar con el paradero de ninguno que valiera la pena mencionar. Por el camino conocí a algunos iluminados charlatanes que se benefician ofreciendo fórmulas energéticas milagrosas a los humanos que vuelan bajo cargando con la ciega desesperación de las enfermedades, carencias y el desamor, dejando un halo de mentira y desilusión. Nada calmaba mi miseria, angustia y cansancio. Buscaba la armonía y la belleza que mi alma insistía que existían, soplándome al oído sus bondades y suplicándome que no desistiera de la búsqueda. Pero no las podía encontrar.
Una tarde de verano fui a una charla de crecimiento personal en un lujoso hotel de la capital, la encargada de enseñar técnicas de asertividad era una joven mujer de nacionalidad española, quien con histrionismo contaba como cada persona puede vencer los obstáculos físicos, emocionales, mentales y espirituales asumiendo la responsabilidad de la propia realidad, moldeándola a su antojo, como arcilla fresca en las hábiles manos de todos quienes descubren los secretos y leyes del universo. Más allá de sus soluciones prácticas para mejorar la convivencia que fascinaban a mi alma sedienta de cordura, una frase que pronunció esta mujer me trajo a la tierra, una familiar frase que me susurraba majaderamente una vocecita interior y como una contraseña entre mundos, me resucitó de la larga agonía: “lo imposible es posible”.
Tome un taller para aprender a meditar, con cuatro sesiones en el cuerpo y un mantra personal, estaba capacitada para la no acción de la meditación. Sagradamente me daba cita en la mañana muy temprano y al entrar el sol en un espacio libre del movimiento y de los ruidos de mi hogar. Al silenciar los pensamientos pude leer las emociones que flotaban a mi alrededor y que se hacían carne en mi humanidad. Tenía la sensación de haber cometido algo vergonzoso, experimentaba la incomodidad de nunca estar en el lugar ni el momento adecuado, y creía ser despreciada como una leprosa quien no merecía la bondad ni la misericordia de dios. Estaba repleta de prohibiciones, culpas inconfesables, miedos tormentosos, fracasos y responsabilidades impostergables, necesitaba huir de este mundo de pesadilla, pero eso no era posible, estaban impregnadas de todo eso. Era la realidad creada desde la interacción con todo lo que había visto, oído y olfateado desde mucho antes de aprender a caminar con mis propios pies en esta tierra.