Ayer por la tarde fui a jugar al pádel.
En la pista que está junto a la que yo usé, una niña de doce años escasos, tomaba una lección de un profesor.
Tras cada tanda de pelotazos, me buscaba con la mirada –quizás se sentía indefensa-, y cuando coincidíamos un apunte de sonrisa decía “rescátame”, o decía “yo prefería jugar a otra cosa”, o decía “no sé hacerlo mejor”.
Sus ojos hablaban más que su esbozo de sonrisa.
Me parecía una chica que estaba empezando a vivir y que lo iba a hacer bien.
En contra de mi costumbre, no le devolví una sonrisa multiplicada por mil, sino que me quedé serio, como no queriendo implicarme en una relación que no iba a durar más allá de la hora que duraría el juego.
Se despidió con una cordial sonrisa, muy agradable, y creo que ni siquiera en ese momento fui más allá de mi boca apretada.
Inmediatamente me olvidé del asunto.
Esta mañana, en cambio, nada más despertarme he pensado en ella.
Y en mí.
No he estado a la altura de mis expectativas.
He desperdiciado una oportunidad de poner en práctica una de mis cien mil teorías.
Y ella sólo me pedía que fuera el espejo de su tímida sonrisa…
No estoy enojado conmigo. (Bueno, en realidad me he reprochado un poquito, pero eso no cambia para nada la buena relación que mantengo conmigo, aunque me equivoque de vez en cuando.)
Así es la vida: darse cuenta.
Tener atento al Yo Observador para que se dé cuenta, y lo comunique.
Aguzar los sentidos, prestar atención, estar en todo, no perder de vista, notar, percatarse, curiosear, contemplar, atender, cuidar, reconocer, reflexionar…
Así es como se descubre la vida.
Y como se aprende a vivir.